Presunción de Ignorancia
Lo peor que puede pasarnos, como especie que tiende y aspira a vivir en sociedad, no es tanto volver atrás (que también), sino ser incapaces de evolucionar socialmente al ritmo que, como tal, deberíamos ser capaces de exigirnos. Y evolucionar, entiendo, supone dar un paso adelante con respecto a lo que se “cocinaba” hace quinientos años.
Mi paisano, Eduard Punset, sostiene la teoría de que el verdadero hombre, como especie inteligente, solidaria y verdaderamente dominadora de su entorno social, aparecerá dentro de treinta mil años. Casi nada.
Hasta entonces y por el momento, nuestra condición humana nos empuja, a veces, a actitudes tan mezquinas como juzgar y señalar con el dedo a los demás sin estar en posesión de datos suficientes y, ni tan siquiera, objetivos, como para creernos juzgadores (con minúsculas) de unos hechos que, en la inmensa mayoría de ocasiones, nos llegan de oídos o, simplemente, a través de los medios de comunicación.
En ocasiones no pensamos o, mejor dicho, nuestra condición humana (hasta el momento), no nos empuja a pensar que algún día podemos ser nosotros los que nos veamos en la posición del juzgado o señalado. Posición o situación en la que un día podemos encontrarnos, tal vez, por un mal entendido, una simple confusión, un error de apreciación, por no percibir la realidad como es (enajenación) o, simplemente, porque nos ha tocado nacer y vivir en determinadas circunstancias que han condicionado nuestra forma de hacer y de pensar (actuando en la convicción de que lo que hacemos es incluso correcto o ajustado a Derecho).
Nadie discute que, a día de hoy, cuando quedan miles de años para que, según el Sr. Punset, exista una especie humana inteligente de verdad, está de moda el juzgar incluso a los Juzgadores (con mayúsculas), y todo porque se quiebran expectativas de condena sin conocer lo más mínimo lo que reza la Ley que se ha aplicado al caso concreto. O porque, simplemente (y eso es lo que me parece de lo más ruin), existen otros intereses tras esos infundados juicios de valor.
Es obvio que los medios o “miedos” de comunicación tampoco ayudan, avivando constantemente la brasa de la sospecha sobre cualquier persona sólo por el hecho de vender. Se vende la sospecha, a granel, una a una, para que todo aquél que no tenga el salvavidas de la lectura o de la información cotejada y rigurosa, se convierta en juzgador, con minúsculas, mientras se toma la caña o se plancha la camisa.
Pero claro, cuando se practica tan peligroso (y desgraciadamente extendido) deporte y a falta de un mínimo rigor técnico, aunque sea a la hora de aplicar un adecuado vocabulario más allá de las ganas que tenga cada uno de “empurar” al de al lado, es cuando se cometen atrocidades tales como el confundir a un imputado con un acusado, a un acusado con un condenado y, lo que es peor, a un imputado o a un acusado con un culpable.
Y no es lo mismo, como tampoco es lo mismo una contractura que un esguince, una fractura que una rotura de ligamentos o un resfriado que una gripe (por sacar un tema de actualidad…). Cada situación, requiere su tratamiento.
Así pues y partiendo de esa, hasta el momento, imperfección como seres socialmente inteligentes y de que, por lo visto, nuestra corta evolución está, por el momento, más cerca del “australopitecus” que del “super hombre” (de Punset, no de Nietzsche, por supuesto,…), no está de más, al menos, apuntar ciertas notas sobre el significado de dichos calificativos, aunque solo sea por atajar unos días en esa maratoniana evolución hacia la absoluta inteligencia entendida como nuestra capacidad, también, de no mancillar el nombre de los demás hasta conocer Y PROBAR con absoluto rigor que sus actos son realmente reprochables.
Hombre!, no seamos tampoco tan exigentes con nosotros mismos. Tal vez el hecho de no mancillar por mancillar sea propio del ser que habite la Tierra dentro de treinta mil años, pero también puede que tenga que pasar millones de lustros para que se trate de una especie que no mancille y juzgue (con minúsculas), incluso, teniendo motivo para hacerlo. Sería ya, digo yo, pedir demasiado.
Veamos, pues, esas notas aclaratorias.
Pongamos, por ejemplo, que hemos sido detenidos por algo que no hemos hecho. Algo tan sencillo y frecuente como vernos involucrados en una manifestación callejera con carga policial. Estar en el lugar y en el momento inadecuados. Manifestación en la que se han lanzado objetos contundentes contra los agentes de la autoridad, con resultado de lesiones, por parte de tres individuos.
Hemos sido detenidos, junto a quince personas más (recordemos que solo son tres los autores de los hechos) y se nos imputa, por el momento, a la vista de las declaraciones de la propia policía en el momento de detenernos, un presunto delito de lesiones y agresión a los agentes de la autoridad.
Estamos imputados, simplemente imputados. No hemos sido formalmente acusados, ni condenados, ni somos culpables de nada. Por lo que lo último que esperamos es que nos dé la espalda la familia, nos despidan del trabajo por “indignados” y nos señalen con el dedo, encima, por delincuentes o “chorizos”.
Me remito al caso de Marta Domíngez, conocida deportista, donde la mera imputación en un presunto delito contra la seguridad pública le costó de todo menos el reproche penal, pues resultó que ni tan siquiera se formuló acusación contra ella.
Sigamos. Nos imputan el presunto delito. Y es presunto por cuanto, hasta que una sentencia firme (sin posibilidad de ser recurrida ante instancias superiores) dictada en base a unos hechos probados o indiciarios con absolutas garantías constitucionales no lo establezca, se presume que somos inocentes. Es lo que se llama el derecho a la presunción de inocencia, uno de los pilares básicos de nuestra Constitución y de cualquier Estado de Derecho. Es decir, todo el mundo es inocente hasta que no se demuestre lo contrario.
Con ello y por una de esas cosas que tiene la evolución (y perdonen los bloggeros si soy tan categórico), nos evitamos las lapidaciones callejeras, los aleatorios fusilamientos y los inquisitoriales juicios a la carta.
Se prioriza así el hecho de que no haya un solo inocente en prisión al hecho de que haya diez culpables en la calle. Nos guste o no, este es nuestro actual sistema de enjuiciamiento y de garantías procesales y constitucionales que se aplica a cualquier persona imputada de un delito.
Pues bien, ya hemos dicho que hemos sido inicialmente imputados por esas lesiones a los agentes. Se abre una fase de investigación de los hechos, donde un Juez instructor comprueba en un vídeo de seguridad que, efectivamente, estábamos en el lugar y en el momento inadecuados y decide archivar el proceso respecto a nosotros (el famoso sobreseimiento provisional o libre) y respecto a los otros trece detenidos que nada tenían que ver con los hechos.
Pero supongamos, ahora, que por eso de que coinciden en nuestro proceso un Juez y un Fiscal con algún problema de vista o, simplemente, proclives a columpiarse en el vacío de la ignorancia, se determina que sí estoy implicado en los hechos. El Ministerio Fiscal, una vez concluida esa fase de investigación, formulará acusación contra nosotros, imputándonos las lesiones de esos agentes de la autoridad, proponiendo una condena (que no tiene por qué llegarse a cumplir ya que puedo salir absuelto) y estableciendo otras circunstancias, si las hubiere, que pudieran modificar mi responsabilidad criminal. Nos convertimos, entonces, en acusados.
Dicha condición no supone tampoco, en absoluto, que seamos culpables de nada. Se celebrará un juicio oral donde también tendremos la oportunidad de demostrar nuestra inocencia, ante otro Juez diferente al que ha investigado los hechos (principio acusatorio) y es más que probable que se dicte una sentencia donde se establezca mi absolución. Estaremos absueltos del (en este caso tan “presunto”) delito que se nos imputó y por el que posteriormente fuimos también injustamente acusados.
Puede suceder que, habiendo sido acusados y con posterioridad al juicio – a pesar de la concertada inocencia entre articulista y bloggero- la sentencia nos condene por ese delito. Nuestra condición entonces sería la de condenados. Eso sí, no olvidemos nunca que dicha presunción se mantiene y debe mantener en tanto en cuanto la sentencia siga siendo recurrible ante instancias superiores.
¿Y puede suceder que me condenen siendo realmente inocente?. Nada es imposible en este mundo (y menos en el judicial), pero mentiría si no dijera que nuestro sistema procesal penal es tan sumamente garantista que, ante la mínima duda, se tiende a la absolución. Se prefiere absolver al culpable, por falta de prueba o por existencia de duda razonable, que perjudicar al inocente cuyo abogado ha tenido un mal día.
Es una realidad.
Como penalista, reconozco que no en pocas ocasiones me siento más cómodo dirigiendo la defensa de algunos acusados, por graves que sean los (presuntos) delitos de los que se les acusa ,que no ostentando la posición de la acusación particular, donde siempre te ves obligado a obtener un castigo en un sistema que tiende, sin duda, a la benevolencia. Asunto, éste, del que se tratará en otro artículo y que, entiendo, nunca debe mezclarse con lo que aquí se trata. Lo bien o mal que funcione algo, entiendo, no nos exime de un deber de cautela con el prójimo.
Apuntadas esas diferencias, mi invitación a todos los bloggeros a intentar desmontar o, al menos, atajar en unos años la teoría del Sr. Punset apartando, con estas notas, toda ya inexcusable ignorancia que obstaculice el respeto al trabajo de la Justicia, juzgar sobre lo que desconocemos y respetar el derecho de presunción de inocencia que, a todos, nos ampara.
Hagamos un pequeño y gratuito ejercicio de análisis y reconozcamos que, con sus carencias y virtudes, los mecanismos de imputabilidad establecidos hoy día nos llevan a la conclusión de que, en esta materia, algo hemos progresado. Y hemos progresado porque el Derecho, hoy día, es ciencia y no justicia “subjetiva”.
Eso sí, permítanme un consejo por si las moscas (y últimamente hay mucho manifestante más mosqueado que indignado y policías muy “moscas” por la merma de su salario…): el día que se encuentren con una manifestación callejera subida de tono y observen que los antidisturbios están listos para intervenir, dense media vuelta y aléjense lo máximo del campo de batalla, si no quieren pasar unos cuantos meses proscritos y juzgados paralelamente por su propio entorno (y tal vez más allá de él) y, lo que es peor, con un “sello” de porra en la pierna marca de la casa.